Beni juega a la Play más del doble de horas que las que su mamá le habría permitido en tiempos precuarentena; Mica come varias veces por semana nuggets de pollo, salchichas y hasta las papas fritas que sus padres le habían vedado por años y Delfi no se baña (ni se cambia) desde hace tres días. Incluso adquirió la costumbre de dormirse entrada la madrugada, y con la tele o la tablet prendida, sin que su mamá suelte ningún tipo de reproche.

En tiempos de cuarentena, aquellos límites, hábitos y horarios que se cumplían en las casas a rajatabla han sido trastocados hasta el punto de haberse desdibujado por completo. La cuarentena hizo que varios padres adoptaran un modo de crianza más laxo, en parte por el agotamiento que supone convivir 24 horas (en muchos casos con la obligación de trabajar en casa) y también para evitar sumar conflictos o discusiones que puedan alterar la delicada armonía familiar.

Según una estudio realizado por el Observatorio de Psicología Social Aplicada (OPSA) de la Facultad de Psicología de la UBA cuando transcurrían 80 días de cuarentena, el 40% de las familias argentinas reconocieron que las reglas de crianza empeoraron durante el aislamiento. Las mujeres fueron las más críticas con este punto: mientras el 47,3% manifestaron que habían desmejorado un poco o mucho, solo el 30,7% de los hombres consideraron que los límites habían sido modificados para peor.

Martín Wainstein, sociólogo, psicólogo y coordinador del estudio, explica que para llegar a estos resultados llevaron un registro de 80 familias durante la cuarentena, con las que ya venían trabajando normalmente. Y ahí empezaron a surgir cuestiones convivenciales acerca de cómo había afectado el aislamiento puertas adentro. El tema de la crianza y los límites surgió casi por decantación.

«Toda crianza tiene reglas. Esas reglas suelen ser una media entre lo que los niños exigen y lo que los padres están dispuestos a dar -explica-. Son reglas idiosincráticas: eso quiere decir que dependen de cada familia. Hay familias que dejan jugar cinco horas a sus hijos a la Play y otras que lo permiten menos o directamente no lo permiten. Pero en general vemos que se aflojaron los criterios de crianza en muchas de ellas», sostiene el especialista, que además dirige la carrera de Especialización en Psicología Clínica de la Facultad de Psicología de la UBA.

Según Wainstein, después de las dos o tres semanas de aislamiento, la convivencia empezó a complicarse. «Al principio hubo una especie de luna de miel. Pero después de las tres semanas se empezó a complicar todo. Hay un aumento del malestar en el estado de ánimo de la mayoría y el clima hogareño se vuelve más denso. La convivencia 24 por 7 mostró cómo se fueron relajando los límites, sobre todo por agotamiento de los padres -sostiene-. Los límites se relajan por cansancio: es el famoso ‘me ganó por cansancio’, no hay un convencimiento ahí, sino un agotamiento. La realidad es que los chicos perdieron la socialización, y eso en muchos casos hizo que los padres bajaran la guardia y permitieran más contactos virtuales, aunque no estén convencidos de eso», analiza Wainstein.

Ana Escudero, mamá de Mica, de 9, y Camila, de 6, reconoce que los límites se fueron corriendo. «Cuando empezó todo esto, intentamos respetar los horarios y los hábitos que teníamos, pero la verdad que con el correr de los días los horarios se desdibujaron, y también fuimos perdiendo algunos hábitos relacionados más que nada con el aseo personal: antes, mis hijas no podían irse a dormir sin bañarse, y hoy se bañan cada dos o tres días. Me dicen: ‘Mami, ¿puedo no bañarme hoy?’, y yo las dejo, total, ni salen», dice Ana.

Incluso también cambió la alimentación: de pronto, se encontró preparando panchos, patitas y fideos con manteca en detrimento de verduras u otras opciones más saludables. «Sinceramente, me cansé de cocinar. Ellas antes almorzaban en el colegio, yo me desentendía del tema. Hoy, ponerme a cocinar en medio de la jornada laboral, sin ningún tipo de ayuda, es mucho para mí. Al principio lo intenté, pero no lo pude sostener. A la noche intento que coman mejor», dice Ana, que trabaja para un laboratorio.

Lorena Ruda, psicóloga especializada en maternidad y crianza, asegura que todos estos cambios forman parte del proceso de lo que estamos viviendo. «Hoy todo se ha ido trastocando. Los adultos también hemos cambiado nuestros hábitos y horarios. Mis hijos se duermen cuando se duermen. El delivery, que era una excepción, hoy forma parte de la habitualidad del fin de semana. Yo creo que uno como adulto debe decidir qué batalla batallar. Tal vez sirva preguntarnos de dónde viene la exigencia de mantener las cosas como estaban o cuál es el miedo de flexibilizar ciertas cosas -plantea-. No es lo mismo estar todo el tiempo todos juntos que encontrarnos a la tarde o noche para contarnos cómo nos fue. Me parece que no está mal flexibilizarse, lo que no está bueno es no tener ningún tipo de rutina, porque las rutinas organizan, bajan la ansiedad. Por el contrario, el caos desorganiza o desestabiliza emocionalmente».

Según Ruda, la flexibilización de ciertas normas o límites en relación con la crianza forma parte de una actitud lógica. «Son muchas horas las que estamos en casa. ¿Qué tan exigentes podemos estar en este contexto en el que las emociones penden de un hilo? Todos estamos haciendo un esfuerzo extra para mantener el estado de ánimo. Si no flexibilizáramos, estaríamos inmersos en discusiones sin sentido. Hoy por hoy se debe priorizar un poco la salud mental, ser indulgentes con nosotros y nuestros convivientes. No estamos en un momento como para juzgar nuestra maternidad y paternidad», asegura.

Sin embargo, hay riesgos al flexibilizar límites o cuestiones de crianza. Wainstein asegura que modificar un hábito simple demora de 60 a 90 días. «Los más complejos demoran más. No es fácil retornar a ellos; además, cuando se rompe un protocolo estricto de horarios o hábitos aumenta la ansiedad. Las reglas, las normas, son el gran instrumento humano para bajar la ansiedad. Si le decís ‘hacé lo que quieras’ porque no lo aguantás más, no lo estás ayudando. Hay que lograr cierto equilibrio», sostiene el especialista.

Por su parte, Ruda agrega: «Es importante negociar dónde cedemos y dónde no. Por ejemplo, decirle que tiene una cantidad de horas por día para jugar a la Play que las puede usar como quiera, y un día a la semana directamente no juega. Si está pautado y el niño lo sabe de antemano, se va preparando para esta situación. Hay límites resolutivos del momento. Por ejemplo, yo les hice salchichas, algo que jamás hago. Entonces, sirve remarcar la excepcionalidad de eso. Decir ‘ahora comemos salchichas porque mamá o papá están cansados de cocinar pero cuando vuelva la normalidad no habrá más salchichas'», sostiene.

Respecto de la vuelta a la normalidad de los límites y hábitos hogareños que había antes de la pandemia, Ruda considera que no será tan dura como muchos creen. «Cuando el colegio vuelva a su modo presencial, si es que vuelve, la rutina volverá a acomodarse. De hecho, pasó con las clases por Zoom. Al principio, hasta que las escuelas se organizaron, era todo caótico y de a poco todo empezó a acomodarse. Los chicos tienen una gran capacidad de adaptación», asegura.

Pero además, detrás esta capacidad innata de adaptación, conviene recordar que hay años de rutinas repetidas, límites establecidos y hábitos perdurables. Por eso, si la base es sólida, ninguna pandemia logrará borrar en unos meses lo que llevó construir varios años.

FUENTE: LA NACIÓN

Pin It on Pinterest

Share This